El primero de estos principios –el más poderoso, en consecuencia– deriva de una provocativa propuesta, según la cual “todos los sufrimientos son iguales”. ¿Qué significado práctico encierra tan contundente afirmación?
Con la misma me refiero –pues es cosecha propia– a que no es distinto el dolor de una persona, el de un caballo, el de un atún o el de una perdiz. (Dicho así, no pocos se sentirán injuriados, al verse compartiendo ejemplo junto a animales de carga, peces-comida y especies cinegéticas). Mas lo que trato de decir cuando sostengo que “todos los sufrimientos son iguales” es que son en efecto de asignación [humana].
Si consiguiéramos garantizar (valiéndonos de una suerte de dolorímetro, aparato de medición por el momento inexistente) que dos individuos soportan en una circunstancia dada el mismo
grado de padecimiento, tendríamos que exhibir vigorosas razones para denunciar eldolor de uno y justificar, mostrarnos impasibles o incluso aplaudir el daño del otro.3 A poco que lo pensemos, no es difícil llegar a la conclusión de que, otra vez en pura teoría, deberíamos observar la misma consideración hacia uno y otro. Si de verdad encontramos argumentos para defender esa discriminación (haciéndola pertinente), nos encontraríamos en la incómoda tesitura de tener que explicar por qué no habríamos de actuar con el mismo esquema mental en el espacio de lo humano, de tal suerte que estaríamos dispuestos a discriminar a nuestros compañeros y compañeras de especie en función de criterios como su raza, su género sexual o su clase
social. Si tales formas de discriminación nos resultan injustas –por la debilidad de su constructo–, y si de verdad deseamos proceder de manera ecuánime, injusta debería resultarnos una discriminación cuando ésta se produce por motivos de especie. ¿Dónde radica la diferencia de fondo? (Que toda esta amalgama de ideas novedosas nos turbe sobremanera no significa nada más que, efectivamente, nos turba; no que estemos moralmente legitimados
para eludirlas, por mor de evitar dicha incomodidad).

El otro principio teórico esencial al que me refería viene dado por una virtud con demasiada frecuencia aparcada en nuestro devenir cotidiano: la empatía. Sí, esa habilidad que atesoramos la mayoría de los animales humanos de colocarnos en pellejo ajeno, de elucubrar
sobre qué pueden sentir otros que no somos nosotros mismos. Se trata de un ejercicio mental por lo demás bastante razonable, pues pocos albergarán serias dudas sobre el grave sufrimiento que debe de experimentar alguien al que se le aplican hierros cadentes para conseguir una confesión (que será la que los torturadores deseen, y no tanto la que el desdichado reo manifieste por propia iniciativa).
Personalmente, y siguiendo una línea argumental que considero lógica, no percibo impedimento teórico alguno a la hora de colocarnos en la mente y en el cuerpo de otros individuos que no pertenezcan a nuestra especie. Salvo extrañas –burdo eufemimo seste que abandonar a un
perro a su suerte tras haber conocido la felicidad de un hogar resulta un acto inequívoco de crueldad (psicológica en este caso), así como que apalearlo hasta la muerte constituye un comportamiento por completo reprobable (por causarle un padecimiento físico en este otro).