Si lo creemos así es porque somos capaces en algún grado de penetrar en su mente y sufrir con él, la víctima.4 Por alguna razón insuficientemente explicada –quizá porque no merezca mayor esfuerzo intelectual cuando de transparente egoísmo se trata–, la recurrente estrategia paterno-filial del “No hagas eso a Pablito, porque a ti no te gustaría que te lo hicieran”, tan útil por comprensible, se diluye en nuestro universo moral a medida que nos hacemos adultos hasta acabar semiolvidada en el desván de nuestras convicciones morales como un trasto viejo, craso error, siendo como es una herramienta siempre en perfecto estado de conservación, que como tal se autorregenera cada vez que acudimos a ella.
Nos equivocamos dramáticamente al permitir que nuestra indolencia gane espacio a la empatía, por lo que bien haríamos en hacer un esfuerzo colectivo por recuperarla. Siempre suelo terminar mis conferencias públicas con una soberbia frase prestada por el profesor de ética catalán Norbert Bilbeny, que entiendo encierra toda una filosofía didáctica.
Dice así: “Éste es el imperativo animalista: antes de hacer o no hacer con los animales, pregúntate si lo aceptarías con seres humanos, incluyéndote a ti”.
Acabo de aportar un par de ladrillos al argumentario animalista. Y supongo innecesario subrayar que todas las partes de ese bloque responden de alguna forma a la batería armamentística – tilizo esta belicosa expresión con conocimiento de causa– de quienesse niegan a admitir la evidencia, temerosos de perder prebendas como acceder a determinados sabores, a determinadas corrientes estéticas o a determinadas preferencias de ocio.
Hablo de los argumentos-excusa, aquellos con los que se intenta aparcar e incluso ridiculizar la ideología animalista. Todos los conocemos, y acaso seamos sus valedores. Afirmaciones como que “los animales no tienen derechos porque no tienen obligaciones”, que “lícito es comérselos, pues es lo que hacen entre ellos”, o que “traerlos al mundo es el mejor favor que les podemos hacer”.