Una razón tan prosaica como la falta de espacio nos impide abordar aquí ni una ínfima parte de la colección, por lo que me quedaré con una de sus piezas más preciadas.
Pienso en la que presupone sin ambages que “hay cosas más importantes que preocuparse de los animales”. Yo niego la mayor, pues considero que motivos de peso hay para ello.
Éstos vienen dados por los hechos (léase datos), y no tanto por ideas fantasiosas –o al menos no es desde luego mi pretensión–. ¿En qué me baso para afirmar en un medio público que no hay nada peor que el trato que hoy dispensamos a los animales? Existen a mi juicio dos factores cruciales cuando de explorar este fenómeno se trata: el número de individuos implicados y el grado de sojuzgamiento que sufren. En cuanto a este último, pensemos que la mayoría de los animales a nuestro servicio pasan toda su vida encerrados, separados de sus compañeros y compañeras, consus necesidades físicas y psíquicas más elementales severamente cercenadas.
En tales circunstancias, no resulta exagerado afirmar que convertimos sus vidas en una experiencia miserable (un “infierno en la tierra”, en palabras de Schopenhauer), a tal punto de convertir su propia muerte en la única liberación posible.5
Pero a mí fue el primero de los factores citados el que siempre consiguió paralizarme. Tres mil. Ésa es la terrible cifra. Tres mil vidas, únicas e irrepetibles como la mía, como la suya, como la de cualquier ser vivo aquí o en cualquier otra parte. Tres mil son los animales que mueren en el mundo a manos de los seres humanos… ¡cada segundo!
Una cifra indigerible, al menos para quien esto escribe. Hagan cuentas de cuántas de esas vidas
irrepetibles –sin posibilidad alguna de una segunda oportunidad– se han apaga-do de forma anónima durante la lectura de este artículo. Con los datos calientes en la mano, no nos debe temblar el pulso a la hora de concluir que jamás ha existido una realidad tan devastadora como la actual explotación institucionalizada de los animales. Siendo así, estamos en disposición de defender que ninguna otra causa solidaria merece mayor atención que la animalista, por cuanto
el mismo grado de éxito conllevaría una eliminación de sufrimiento gratuito notablemente superior a ese mismo logro en cualquier otra práctica solidaria. Tómenlo si lo
desean como una afirmación efectista. Pero las cifras siguen ahí, golpeando nuestras conciencias,
y no tengo yo responsabilidad alguna en que eso sea así, pues mi papel apenas se circunscribe aquí a humilde relator de los hechos.
Es por ello que publicaciones como ésta6 (en cuanto que su espíritu y hasta razón de ser pasa por proponer temas para la reflexión) deberían reservar un generoso espacio en cada número al que algunos expertos consideran como el tema de los temas: la cuestión de los animales.
Fue un psicólogo7 a principios de los pasados años setenta quien dijo aquello de que “la filosofía animalista es muy fácil de ridiculizar, pero muy difícil de rebatir”. Acaso tuviera razón entonces, y con total seguridad la tiene ahora, cuando la verdadera revolución animalista se encuentra en su plena adolescencia.