No es tarea sencilla abordar una realidad compleja como la cuestión de los animales en dos o tres páginas, espacio que apenas permite esbozar un exiguo listado de aspectos esenciales sobre tan particular debate. Y es a lo único que aspiro a lo largo de las siguientes líneas.
Cuando hablamos de los derechos de los animales no solemos percatamos de que la expresión liga dos sustantivos con su propio peso específico por separado. Por ejemplo, no somos conscientes de que un término en apariencia inocente como animal pueda encerrar cierta trampa lingüística. Lo hace, no obstante, pues tratamos con un vocablo polisémico.
Cabe subrayar que existen varias versiones del mismo, que por supuesto engloban a comunidades zoológicas bien distintas. Veamos. Desde un punto de vista biológico, usted que lee es un animal, al cien por cien y a tiempo completo. La condición de animal es para siempre y con carácter absoluto. Nadie es animal en cierta forma ni en según qué momentos.
Desde un prisma biológico, los humanos somos tan animales como puedan serlo los orangutanes,
las tórtolas o las lombrices: ni un ápice más, ni un ápice menos. Es sin embargo una segunda versión del vocablo la que tenemos en la cabeza cuando hablamos de animales. Me refiero a su –llamémosla así– versión cultural. Salvo indicación contraria expresa, cuando en nuestro discurso mencionamos la palabra animal nos estamos refiriendo a los animales no humanos. Vemos por lo
tanto que los animales, vistos desde esta versión, no se hallan ligados entre sí por característica
común alguna, sino por algo tan etéreo –y en consecuencia tan poco consistente– como su no pertenencia a la comunidad humana.
Este en apariencia intrascendente hecho encierra mayor enjundia de la que creemos, y facilita en la práctica la forma de explotación más devastadora de la pueda responsabilizarse a la especie humana. Pero al menos existiría aún una tercera versión (la emocional) del vocablo que analizamos, pues mucha gente entre la que se reivindica como amante de los animales, tiene en la cabeza a un limitado conjunto de éstos: los [desafortunadamente] llamados animales de compañía.1

El término derecho quizá encierre –o pueda que sólo nos lo parezca– una mayor enjundia, por cuanto se trata de una herramienta conceptual en principio muy eficaz para transmitir intuiciones morales: ¡casi nada! Se han escrito miles de obras que abordan el tema del derecho desde sus múltiples perspectivas: el eterno conflicto entre derechos legítimos; sobre su utilidad como atajo discursivo; sobre su improcedencia en determinados supuestos…
Pero vayamos al meollo de la cuestión. ¿Resulta pertinente reconocer derechos jurídicos a los animales no humanos? Creo que sí. Y lo creo porque la concesión de derechos supone en la práctica un reconocimiento ante ciertas realidades tangibles que la víctima valora. ¿Qué realidades pueden ser ésas? La respuesta es obvia: el bienestar (respecto a su contrario, el sufrimiento); la felicidad (frente a su opuesto, el trauma).2 ¿Podría ser de otra forma? Si estos escenarios nos resultan evidentes por familiares, aunque no seamos mujeres, hombres, negros, blancos, niños o adultos, ¿acaso no resulta del todo lógico que suceda otro tanto en el caso de los animales, aunque no sean humanos? Que los animales vean reconocidos derechos básicos (a la vida y a la integridad en su doble vertiente, física y psíquica) es tan útil para ellos como valioso
es para nosotros ver garantizados los nuestros, igual de básicos, igual de deseables, igual de bienvenidos. Quizá algún lector o lectora piense lo contrario. Y es lícito que lo haga. Pero deberá aportar en tal caso poderosos argumentos que avalen la razón por la que alguien merezca ser beneficiario de derechos por su mera pertenencia a la especie humana, y el motivo por el que tal idea se desmorona con solo traspasar la ficticia barrera de la especie.
Toda ideología que se precie (más aún las que persiguen una sociedad mejor) se alimenta de razonamientos, que serán tanto más sólidos cuanto mayor sea su grado de coherencia, y, en definitiva, de su calidad expositiva.
En este sentido, la que podríamos denominar ideología animalista (no se me ocurre otra definición mejor, y es de hecho la que se ha acabado imponiendo) se construye y se hace fuerte sobre un entramado argumental entiendo que muy sólido. Aunque el fenómeno encierra una notable complejidad –dicho ha quedado líneas atrás–, considero que quizá sean dos los principios teóricos que lideran por derecho propio la lista de argumentos zoófilos. Hasta tal punto es así, que si uno y otro consiguieran ser desmontados, la ideología animalista se encontraría desnuda, huérfana de razones, y merecería estarlo por la incapacidad de sus valedores.